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viernes, 10 de febrero de 2012

Dos historias urbanas.

Sobre la emotividad puberta

Ya eran un poco pasadas de las 9 de la mañana y el tráfico pintaba horrible. La lluvia incensante e imperceptible, al fondo del camión los tosidos lastimosos en tiempos del H1N1. Había dejado pasar dos paradas en donde pude vislumbrar el puente que anunciaba la entrada al tren ligero. En la siguiente en arranque de determinación decidí bajarme, subí por el puente y me adentré a la estación del tren férreo. No había escáneres como en el metro, simplemente un policía que vigilaba que quienes accediesen depositasen 3 pesos. En el puente caía un chorro de agua, supongo se debía a que estaba tapada la tubería, se había anegado y como resultado el agua encontró por donde fluir.

Me acomodé en los andenes, generalmente gusto de viajar en la parte de atrás y como buen augurio, no tardó el tren más de 5 minutos, un poco antes había revisado en el mapa de las estaciones y corroboré que aún faltaban bastantes estaciones, por lo que me autocomplací por el arranque que me llevó a abandonar la "pesera". Subi al vagón, me posicioné cerca de una de las puertas que no se abren en dicho trayecto. Y ante mi quedaron varios pubertos, 4 o 5 hombres y una mujer. Venían divirtiéndose de lo lindo y fue cuando reflexioné si así de emotivo y bullicioso habré sido en esa edad, definitivamente no.

Uno de ellos regordete con ojos color miel, otro dos más o menos peladillos y un tercero más delicado con gafas de marco oscuro y guantes como de ninja. La chica, pintada con bastante rímel negro en los ojos, un poco aplastada de la cara y grandes ojos. su novio era el regordete, la deducción simple: muchos besos tronados cuando llegamos a la estación terminal y un posicionamiento estratégico frente a sus otros amigos. Jóvencillos como venidos de Coapa, tanto en vestimenta, como uno de los peladillos con mochila con estampado del América. Jugaban con sus múltiples celulares mostrando y escuchando diversas rolas: metálica y no se que otros grupos más. Luego en aras de hacer divertido el camino, empezaron a contar chistes.

Hay tienes que estaban unos borrachitos - dijo el regordete abriendo los ojos e inflando los cachetes - tirados en el piso de briagos, que llega otro borrachito y que dice: Ora, quien rompió el futbolito - mientras estallaba en carcajadas él y sus amigos, mientras se colgaba de los tubos. Por un momento pensé - caray, si que es raro escuchar un chiste en estas épocas sin albur en la calle, pero más tardé en pensarlo, que en abrir la boca uno de los peladillos de pelo engomado en forma de llama y de tez más oscura - Hay tienes que llegó un chino a un castillo y la princesa gritó escolta. Y el chino respondió a la princesa escolta, pero es gruesa y sabrosa.

Mientras los demás, salvo la chica soltaron a reir, el chavo de lentes, sin embargo arremetió haciendo incapié en que había una dama.

En eso se vació un poco más el tren, me moví a otro ángulo con sonrisa en el rostro me sumergí en la lectura, una estación más y llegamos a la terminal. Los pubertos bajaron y se integraron a la masa de caminantes que día a día aborrotan Taxqueña. En el trayecto del tren ligero al metro, cuan ganado los que salen son divididos de los que abordarán el tren por unas bardas metálicas. Los que pretendían abordar el tren corrían y cuan puntada, una persona ya de edad, dijo a su acompañante parecen maratonistas. Reí, pues comencé a imaginar una carrera de maratón con las personas tal y como iban vestidas, algunos con jeans, otros con traje, otras con tacón.

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Embárrame la lámina.

Las 10:20 de la mañana e imaginaba que la línea rosa del metro estaría menos concurrida. Sin embargo, al acercarme al andén de la estación pino suarez, los policias y toda suerte de barreras disponían por un lado a las mujeres y por otro a los hombres. Me dirigí hacia la zona propia de mi sexo, cuando llegó el tren y un mar de mujeres me envolvió, logré esquivar algunas, pero otras me forzaron a pegarme contra la pared como si de un río de terrible corriente se tratase. Me posicioné en el lugar que correspondería a la entrada del vagón y otros tornillos más se agolparon, incluso traspasando la línea amarilla precautoria. Llegó el siguiente tren y entre empujones, los bueyes abandonaron el vagón y otros más se aplastaron unos contra otros. Un buey de barba de tres días prefirió incluso abandonar el vagón dado lo apretado del asunto. Yo decidí esperar otro tren más, quizás vendría menos lleno. El calor que emanó del vagón, me hizo quitarme la chamarra y el gentío, obligó a pensar en acomodar mi cartera en las bolsas de enfrente del pantalón y la mochila al pecho.

LLegó el siguiente tren y no atiné en el pronóstico de que este vendría con menos personas. Así que una vez que salieron las reses decidí incorporarme a la mezcla humana. Apretujado viaje algunas estaciones más hasta que en un nodo donde confluyen varias líneas el vagón se vació a niveles aceptables de embarramiento humano. Fue curioso percatarme que una persona que vestía traje, supongo de mi edad o un poco más joven, venía emocionado por el calor de los cuerpos o, al menos así lo delataban sus cuerpos cavernosos.

Llegué a la estación donde tomaría el autobus para viajar a casa de la chingada, digo a Cuajimalpa. Subí por las escaleras en pos de la salida y me topé con un puesto de vacunación contra la influenza h1n1. Hesité un poco, sin embargo todo se aclaró cuando vi mi celular y la cantidad de personas. Ya una vez afuera de nuevo la lluvia ligera y tupida, los baches llenos de agua y lodo. Las islas peatonales con entradas escondidas y con impenetrables murallas de puestos ambulantes. Abordé mi autobus, me sente en la fila de asientos de hasta el fondo en la esquina con la esperanza de dormir un poco. Me despertó el ruido ocasionado por 3 personas, supongo ya treintonas, tornillos. Uno de ellos con bigote tupido, otro más joven delgado, otro alto, más fornido y de barba rala, como de 3 días. La piel del rostro tenía signos que demostraban que su trabajo seguramente era al aire libre, bajo el sol. Los tres se sentaron a lado mío en la fila de asientos traseros. Traían los tres cada uno un ejemplar de esos periódicos de distribución gratuita, 24 horas creo recordar el título. El fornido quedó a mi lado, entre el ruido de su conversación y su desmadre, terminaron por acortar mi soñolencia. Curioso voltee a leer el periódico que hojeaba y a ver un poco más sobre su persona, definitivamente, concluí, trabaja en alguna actividad física, pues sus piernas se veían gruesas. Me puse a imaginar sobre como sería yo, si yo trabajase en algo más físico en lugar de pasar horas pegado a un monitor codificando programas. ¿Sería como él? Mis pensamientos fueron interrumpidos, cuando el hombre fornido me dijo que si quería me regalaba el periódico. No, como cree, gracias - respondí. Tenga quédeselo, al fin y al cabo mi compa no lee - refiriéndose a su amigo delgado y más joven. Sí, yo no leo - dijo el joven. Crucé miradas, sonreí y acepté el periódico. No pasó ni unos kilómetros de tramo, cuando el camión desmadró otro auto, este último se quizo meter y pagó las consecuencias.

El chofer bajó del autobús y con el tono típico del D.F. le recordó a su madre al inforunado acelerado, posteriormente se orillaron y se volvió a bajar. Pélate, compadre - gritó el fornido y comenzó a chiflar, mientras los otros dos le hacían segunda. Ya vamonos - inflexionó gritando en tono muy del D.F. - que se hace tarde. El chofer volvió y mencionó que en abordaríamos el próximo autobús de la ruta que pasase. Incluso, se mostró preocupado por algunos de los pasajeros que salieron del camión, pues dijo que volvieran a subir al camión o de lo contrario se mojarían. Aguardé sentado hasta que dió la señal el conductor, bajé por la puerta trasera, abordé el camión y de nuevo los tres hombres sentados en la parte trasera en la misma disposición. Dada la carestía de asientos disponibles, volví a sentarme en el mismo lugar, no sin antes responder con el saludo al fornido y haciendo señas con el periódico por el mismo regalado. Cinco o seis personas después de mi, algunas se sentaron y otra, una joven de labios apretados, pelo castaño, nalgas redondeadas enmarcadas por unos jeans, quedó a unos pasos del lugar disponible entre el fornido y yo. El fornido, y su camarilla secundándolo con sonrisas, hizo el aspaviento de limpiar el lugar disponible para que sentara el primor. La chica apretó más los labios y volteó a otro lado. Un pensamiento morboso atravesó mis neuronas, ha de ser interesante ver a tremendo toro embistiendo a esa joven con tan hermoso y enfundado trasero. Cierta incomodidad se agolpó en el tiro del pantalón y luego me perdí en la lectura del periódico.

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