A la izquierda se erguían edificios casi clónicos donde las buenas
costumbres y los buenas carteras comparten la cama. De frente casas
habitadas con detalles sin terminar propias del "ahí la llevamos".
Sus flores maguenta, naranja y rojas llenaban el vacío de pintura
que por otro lado las de las buenas costumbres llenaban sin flores.
Hacia abajo los carriles del estacionamiento y las paredes que
bardeaban los edificios habitables como un foso evitando que quienes
trabajan se mezclasen con quienes duermen en sus cándidas o duras
camas. Las paredes del foso sufrían el asalto de las plantas
trepadoras, como si verdes soldados se aprestaran a conquistar
murallas inexpugnables. Se preguntó que pasaría si se arrojase y
cayese sobre los ventiladores. Salpicaría de sangre - seguía
preguntándose, cuando de pronto un escalofrío recorrió sus espalda y
dejó de preguntarse menudas cuestiones. Recargó sus asentaderas
sobre el tubo de metal rojo que coronaba el pretil de concreto. Sus
ojos se perdieron en el cerro que otrora tuviese pinos y otros
árboles, ahora casas grises y uno que otro pino luchando contra la
plaga capitalista.
Nunca supo como, pero de repente una mano invisible decidió que ya
no era la tierra de sus congéneres y empezó a talarlos, otros fueron
reservados, otros más mutilados y colgados como advertencia. El
cemento llenó las casas donde el abeto se levantaba.
Sono el motor de una camioneta y de pronto sus ojos se movieron a
donde prevenía dicho ruido, el motor se ahogó y observó una persona
echando ojo al motor a través de la facia delantera. Entre los
escombros reclamó la atención un pajaro. Entre salto y salto, bajo
de los escombros y en el piso empezó a buscar sus alimentos.
Llegaron otras dos personas y tuvieron consciencia de quien tuvo
antes de ellos.
El vértigo aumento y prefirió no adivinar como sus sesos ensuciarían
los aparatos de aire acondicionado, caminó rumbo al elevador.
Provecho - fue lo alcanzo a musitar, mientras con una voz más
apagada respondía quien sostenía un kilo de tortillas envuelto con
una cara estrañada. A juzgar por la cara, quizás en la ruidosa y
caótica periferia, la gente no acostumbra a meditar y observar, sólo
transitar, trabajar y comer.
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