8 mayo, 2017 por Javier Valdez
En la cárcel él era el jefe. Lo respetaban y cuidaban. En su pedigrí de cruces, de ficha en la policía y el drenaje de lluvia roja, él tenía gordo el expediente y también los güevos. Y así lo presumía y gritaba, retaba y escupía, aunque fuera al viento. Pero se la sentenciaron. Le quedaban días en el penal y sus enemigos lo sabían. Vas a salir, cabrón. Acá, afuera, te esperamos: no pasarán veinticuatro horas para que bese a la calaca. Le vamos a dar fierro, de eso no se salva el güey.
No hizo caso. Entre las rejas, los módulos del penal, las carracas y hasta con los celadores, él tenía la guadaña y podía jalar del gatillo. Era el rey y sultán, patrón y príncipe, dios y el diablo: aire acondicionado en su celda, televisión de pantalla plana, doce teléfonos celulares, mujeres que pasaban por el pórtico de seguridad como cruzar la puerta del supermercado, drogas en la alacena y cartuchos en el horno de la estufa, el mercado local le rendía pleitesía y le mandaban tributo. Todo ahí pasaba por él.
Cuando llegó la hora de salir le hicieron una fiesta. Le decían jefe para acá y jefe para allá. Patrón esto y aquello. Había banda y unos chirrines, mujeres vampiro y polvo en charolas. Lo abrazaron fuerte, le palmaron la espalda y apretaron su mano. Viejón, a sus órdenes. Usté manda. Le desearon lo mejor porque al día siguiente saldría por la puerta grande, libre de todos los cargos, limpio el expediente manchado. A su paso, con una maleta al hombro, los polis se le cuadraban y hasta el director de la policía fue al pasillo a desearle suerte. Él agradeció, bajó de la alturas y miró condescendiente, hizo reverencias y sonrió por gratitud y cortesía.
Fueron por él en dos blindadas. Otra vez jefe para allá y jefe para acá. Sus hijos, ya adolescentes, lo rodearon con abrazos y su mujer lo colmó de besos. En la casa había una comilona y la tambora. Llegó y le tocaron una diana y todos se pusieron de pie y le aplaudieron. Ídolo y campeón mundial. Patrón y jefe siempre. Amigos, parientes, vecinos y compinches lo recibieron como jeque mundial de la muerte. Se sentó en la silla grande, poltrona fija y con descansabrazos anchos: escarféis de la Díaz Ordaz, en sus aposentos y con el control de la fiesta, música, comida y bebidas en sus manos, como quien cambia de canal la tele.
Llegó la noche y la madrugada. Mujer, quiero descansar. Lo llevaron a su recámara y se acostó. Su mujer acurrucada a un lado, abrazándolo. A media mañana tocaron la puerta. Era un primo que preguntó por él. No quiso pasar así que él salió a recibirlo. Muy querido por todos, no vieron el veneno entre cejas. Tras él entraron cuatro y le dispararon a quemarropa. Te dije, puto. Te dimos veinticuatro horas.
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