Justo hace unos momentos a la hora de la comida discutía con "significat ohter" sobre que era lo que nos daba certeza o identidad como mexicanos. ¿La virgen de Guadalupe? ¿El mole? Pero sin duda es nuestra historia la que nos da la identidad como Aztecas, Olmecas, novohispanos, mexicanos, justo hace un par de horas mientras trabajaba escuchaba a Rita Guerrero cantando una aria de Manuel de Sumaya y precisamente en la búsqueda me preguntaba como sería la ópera La Pertenope, obra perdida, y como habría sido en su estreno.
Como aunque culpa, todos no tuvieron,
en el error de Adán, los animales,
troncos, pájaros, brutos y cristales;
y no obstante sintieron, el horroroso
crimen que temieron:
Hoy, que este daño viene a repararse,
con el hombre pretenden alegrarse.
Aria:
O feliz, culpa nuestra,
que tanto redentor logra triunfante
con tal fineza muestra,
que le obligó a nacer,
vivir y padecer,
el Ser amante.
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viernes, 30 de junio de 2017
martes, 27 de junio de 2017
Oremos
Oremos
Se fue de la ciudad cuando supo que lo buscaban. Había sido militar y luego de una invitación de un oficial del ejército, se metió a la policía estatal. Muchos, incluso de rango, lo habían hecho, para tener más estabilidad económica y estar cerca de su familia. Pero en tierra de paz narca le habían llegado los pistoleros y tuvo un pleito con ellos. Ahora no se podía zafar.
Por eso huyó con todo y familia. Allá no le fue tan mal pero volvió cuando supo que la bronca se había calmado y que ya no lo procuraban. Pero la suerte ya no le sonreía ni encontró los destellos de la buena vibra que antes lo acompañaba. Se sintió tenso. El culo y el corazón avisan, dicen. Y a él lo asaltó esa sensación. Tragó gordo, se tronó todos los dedos de las manos y se le hizo flaco el camino. No me puede ir tan mal, pensó. Y después de toparse con pared, de tocar puertas que no se abrieron, se metió de taxista.
Su precario optimismo se desvaneció: le estaba yendo muy mal. Le tenía que dar trescientos cincuenta pesos al dueño del taxi por día trabajado y si lograba liquidar todo el sábado, las ganancias del domingo eran para él. Y apenas acabalaba para pagar la cuota y le quedaba muy poco para comer y aportar a la casa, para la escuela de los hijos y otros gastos. Eso lo estresaba. Apretaba los dientes como queriendo morderse las encías y le pegaba al volante y al tablero. No es posible que me esté yendo así. Perra vida.
Empezó a pelearse con el patrón, porque le parecía injusto que de los quinientos que apenas llegaba a sacar, solo le quedaran 150 pesos. Se peleó con él y con los otros automovilistas. Usó el claxon para reclamar y varias veces estuvo a punto de tramarse a golpes. Esto no es para mí, diosito. En eso estaba, lamentándose y mentándola a diestra y siniestra, cuando recibió una llamada. Tengo algo para ti. Te llamo en la tarde y te digo dónde nos vemos.
Unos empresarios, de esos inversionistas que realizaban fuertes operaciones que siempre iban entrecomillas, que generaban empleos y reactivaban la economía regional, lo querían de guarura. Estaba contento. Buena paga, aunque sin horarios. Por fin iba a alivianarse. Le brillaban los ojos y la vida le sonreía de nuevo. Tenía que guardar las armas largas y usar las cortas, para resguardar a esos pesados. Un día que salió muy temprano le dijo a su mujer no sé a qué hora regrese. Ya hace dos meses y no ha regresado.
En la iglesia, la catequista preguntó a los niños por quién querían orar. Unos dijeron por la paz, otros por el perrito enfermo. Ella, la hija de apenas diez, pidió que oraran por su padre. Por qué, preguntó la maestra. Porque está desaparecido. Y mi madre se la pasa en la iglesia, llorando. Y yo no puedo dormir.
10 abril, 2017 por Javier Valdez
Se fue de la ciudad cuando supo que lo buscaban. Había sido militar y luego de una invitación de un oficial del ejército, se metió a la policía estatal. Muchos, incluso de rango, lo habían hecho, para tener más estabilidad económica y estar cerca de su familia. Pero en tierra de paz narca le habían llegado los pistoleros y tuvo un pleito con ellos. Ahora no se podía zafar.
Por eso huyó con todo y familia. Allá no le fue tan mal pero volvió cuando supo que la bronca se había calmado y que ya no lo procuraban. Pero la suerte ya no le sonreía ni encontró los destellos de la buena vibra que antes lo acompañaba. Se sintió tenso. El culo y el corazón avisan, dicen. Y a él lo asaltó esa sensación. Tragó gordo, se tronó todos los dedos de las manos y se le hizo flaco el camino. No me puede ir tan mal, pensó. Y después de toparse con pared, de tocar puertas que no se abrieron, se metió de taxista.
Su precario optimismo se desvaneció: le estaba yendo muy mal. Le tenía que dar trescientos cincuenta pesos al dueño del taxi por día trabajado y si lograba liquidar todo el sábado, las ganancias del domingo eran para él. Y apenas acabalaba para pagar la cuota y le quedaba muy poco para comer y aportar a la casa, para la escuela de los hijos y otros gastos. Eso lo estresaba. Apretaba los dientes como queriendo morderse las encías y le pegaba al volante y al tablero. No es posible que me esté yendo así. Perra vida.
Empezó a pelearse con el patrón, porque le parecía injusto que de los quinientos que apenas llegaba a sacar, solo le quedaran 150 pesos. Se peleó con él y con los otros automovilistas. Usó el claxon para reclamar y varias veces estuvo a punto de tramarse a golpes. Esto no es para mí, diosito. En eso estaba, lamentándose y mentándola a diestra y siniestra, cuando recibió una llamada. Tengo algo para ti. Te llamo en la tarde y te digo dónde nos vemos.
Unos empresarios, de esos inversionistas que realizaban fuertes operaciones que siempre iban entrecomillas, que generaban empleos y reactivaban la economía regional, lo querían de guarura. Estaba contento. Buena paga, aunque sin horarios. Por fin iba a alivianarse. Le brillaban los ojos y la vida le sonreía de nuevo. Tenía que guardar las armas largas y usar las cortas, para resguardar a esos pesados. Un día que salió muy temprano le dijo a su mujer no sé a qué hora regrese. Ya hace dos meses y no ha regresado.
En la iglesia, la catequista preguntó a los niños por quién querían orar. Unos dijeron por la paz, otros por el perrito enfermo. Ella, la hija de apenas diez, pidió que oraran por su padre. Por qué, preguntó la maestra. Porque está desaparecido. Y mi madre se la pasa en la iglesia, llorando. Y yo no puedo dormir.
lunes, 26 de junio de 2017
Baldassare Galuppi
Ya saben que me encanta el clavecín y más si es orquestado o en concierto, tenía rato de querer compartir con v. a Baldassare Galuppi, un interesante compositor Veneciano.
viernes, 23 de junio de 2017
Conciertos para fotepierno de Cimarosa
Hace algunos días hablaba de dos versiones para piano y clavecín de un concierto para clavecín-piano compuestas por Domenico Cimarosa, así que he aquí más al respecto.
martes, 20 de junio de 2017
Piano y clavecín bajo Cimarosa
La semana pasada escribía, mejor dicho compartía algunos videos sobre Cimarosa y la apreciación no solo versó en conciertos, sino incluso en obras para instrumento en solo: clavecín y pianoforte.
El quinto en la lista
El quinto en la lista
Soy el número cinco. Lo dijo para que nadie lo oyera. Su voz baja llevaba los decibeles del cementerio, la tersura de las sombras cuando el día se despide y el sol se cae, ya sin fuerza. Sus amigos se quedaron absortos. No sabían de lo que hablaba, pero se lo imaginaban. Soy el quinto, compadre. Es la neta. Ya mataron a cuatro, de un total de siete. El siguiente soy yo.
Era policía municipal. Doce en apenas tres meses y medio habían sido quebrados a balazos: trozados por la espalda, sorprendidos en sus casas, abiertos y sangrantes, desgarrados, arremangados por las tripas, con las ideas grises desparramadas en la nuca y los proyectiles traspasando la piel y perforándolo todo.
Siete habían sido los agentes que acudieron a la balacera. Los soldados eran el objetivo. Se quedaron en medio de un estruendoso y aplastante fuego de alto calibre. Granadas, disparos de plomo gris candente. Unos setenta gatilleros jalándole a las armas. Solo se escucharon gritos de lamento, de auxilio, sobre todo cuando empezaron a incendiarse las patrullas militares y los de uniforme quedaron atrapados, devorados por las llamas.
Fue cuando llegaron los policías. Muchos se resistían. Tal vez una orden de que no se acercaran, quizá el miedo de acudir. Fueron siete los que se arrimaron y como pudieron ayudaron a los militares heridos, pidieron apoyo por el radio y llamaron a las ambulancias. Cargaron a los soldados, les dijeron aguanta bato. Todo va a estar bien. Ya viene la ayuda, tranquilo, tranquilo. Ya están a salvo. Se los llevaron al hospital.
El saldo fue de cinco militares muertos y varios heridos. También un socorrista lesionado. Bastaron unas cuantas semanas para que supieran de esa lista negra: son siete y los siete van a morir, uno a uno, trozados por las ráfagas filosas de la espada narca. Y así fueron cayendo. Cuando salían de turno, frente a sus familias, levantados y luego aparecieron ejecutados a tiros y torturados. Cuando tuvo la certeza de que lo esperaban en algún lugar dos, tres, cuatro o cincuenta balas, les dijo a sus amigos: sigo yo.
Trataron de calmarlo. El bote de cerveza tenía miedo, por eso temblaba en sus manos. Las papitas y los picadientes para pinchar el queso y las salchichas se le negaban, se movían o brincaban de plato en plato. No le voy a decir a la familia, no quiero que se preocupen. Trataron de calmarlo y se embriagaron. Él no pudo. A los días lo enviaron a cuidar una casa de seguridad. Sus días en el calendario eran números rojos.
Estaba ahí, parado. La mano en el arma y la vista de halcón. La vida no vale un cartucho y para él había varios. Desde un carro asomaron dos y le dispararon. A los días ejecutaron a otro y a otro.
17 abril, 2017 por Javier Valdez
Soy el número cinco. Lo dijo para que nadie lo oyera. Su voz baja llevaba los decibeles del cementerio, la tersura de las sombras cuando el día se despide y el sol se cae, ya sin fuerza. Sus amigos se quedaron absortos. No sabían de lo que hablaba, pero se lo imaginaban. Soy el quinto, compadre. Es la neta. Ya mataron a cuatro, de un total de siete. El siguiente soy yo.
Era policía municipal. Doce en apenas tres meses y medio habían sido quebrados a balazos: trozados por la espalda, sorprendidos en sus casas, abiertos y sangrantes, desgarrados, arremangados por las tripas, con las ideas grises desparramadas en la nuca y los proyectiles traspasando la piel y perforándolo todo.
Siete habían sido los agentes que acudieron a la balacera. Los soldados eran el objetivo. Se quedaron en medio de un estruendoso y aplastante fuego de alto calibre. Granadas, disparos de plomo gris candente. Unos setenta gatilleros jalándole a las armas. Solo se escucharon gritos de lamento, de auxilio, sobre todo cuando empezaron a incendiarse las patrullas militares y los de uniforme quedaron atrapados, devorados por las llamas.
Fue cuando llegaron los policías. Muchos se resistían. Tal vez una orden de que no se acercaran, quizá el miedo de acudir. Fueron siete los que se arrimaron y como pudieron ayudaron a los militares heridos, pidieron apoyo por el radio y llamaron a las ambulancias. Cargaron a los soldados, les dijeron aguanta bato. Todo va a estar bien. Ya viene la ayuda, tranquilo, tranquilo. Ya están a salvo. Se los llevaron al hospital.
El saldo fue de cinco militares muertos y varios heridos. También un socorrista lesionado. Bastaron unas cuantas semanas para que supieran de esa lista negra: son siete y los siete van a morir, uno a uno, trozados por las ráfagas filosas de la espada narca. Y así fueron cayendo. Cuando salían de turno, frente a sus familias, levantados y luego aparecieron ejecutados a tiros y torturados. Cuando tuvo la certeza de que lo esperaban en algún lugar dos, tres, cuatro o cincuenta balas, les dijo a sus amigos: sigo yo.
Trataron de calmarlo. El bote de cerveza tenía miedo, por eso temblaba en sus manos. Las papitas y los picadientes para pinchar el queso y las salchichas se le negaban, se movían o brincaban de plato en plato. No le voy a decir a la familia, no quiero que se preocupen. Trataron de calmarlo y se embriagaron. Él no pudo. A los días lo enviaron a cuidar una casa de seguridad. Sus días en el calendario eran números rojos.
Estaba ahí, parado. La mano en el arma y la vista de halcón. La vida no vale un cartucho y para él había varios. Desde un carro asomaron dos y le dispararon. A los días ejecutaron a otro y a otro.
lunes, 19 de junio de 2017
Cielo y Agua
Como uds. saben estimados 3 lectores, como buen matemático soy afín a la obra de Escher y hoy comenzando con mi jornada laboral o tedio laboral al revisar el libro de las caras, el Cheque compartió un interesante video, el cual comparto.
Debo confesarles que he tenido un poco de desidia con mis cursos en coursera, en particular pareciera que el curso de redes sociales y económicas ya no tiene parangón con lo que me emociona. ¿Será que me estoy volviendo viejo? Tonto de mi, como si ser viejo fuese motivo de algún sentimiento negativo, mejor dicho he andado muy flojo en términos intelectuales últimamente.
Debo confesarles que he tenido un poco de desidia con mis cursos en coursera, en particular pareciera que el curso de redes sociales y económicas ya no tiene parangón con lo que me emociona. ¿Será que me estoy volviendo viejo? Tonto de mi, como si ser viejo fuese motivo de algún sentimiento negativo, mejor dicho he andado muy flojo en términos intelectuales últimamente.
viernes, 16 de junio de 2017
What makes a good life?
¿Ustedes, estimados tres lectores, qué opinan al respecto? Me queda claro que como seres gregarios que somos es un hecho el placer que nos da el reconocimiento de nuestros congéneres más allá del dinero o la fama, en cierta forma el reconocimiento puede verse como resultado de estos otros tantos atributos modernos.
Domenico Cimarosa
Ya les he contado que uno de los programas que me gustaba mucho escuchar cuando el tráfico era una constante en mi camino de regreso de la oficina a mi cueva en el chilango era el de la otra versión. Ahora no hay programa, ni tráfico, mas no pierdo la costumbre de comparar versiones, en particular si se trata de la versión ejecutada con clavecín y la otra con piano forte. Las obras o mejor dicho la obra fue escrita por Domenico Cimarosa.
martes, 13 de junio de 2017
El cocodrilo
El cocodrilo
No le gustó la escuela así que huyó de ella y de la casa de sus padres. En la ciudad, andaba de vago y temerario, como buscando bronca por todos lados, piruetas en los cruceros, toreando carros y retando al sol. En una de esas pensó que no le iba a pasar nada. Se sintió invencible, más que nunca, y saltó sin fijarse al río de acero y ruedas de la avenida: un camión de pasajeros lo atropelló y los testigos dijeron que vieron cómo las ruedas le aplastaban la panza.
Pero él se levantó de ahí como si nada. Un tío supo y le dijo este güey tiene piel de cocodrilo. No le hacen nada las llantas. Por dentro se preguntó si tampoco le entraban las balas. Lo metió en su casa y le dio comida, lo apoyó y le dio dinero. Como andan en el negocio, en cuánto pudo le dio una pistola y le dijo eres bueno para los chingazos y muy entrón a la hora de las balas, a partir de hoy eres mi guarura.
Cuando agarró cierta experiencia en el manejo de armas y en las operaciones del tío, le encargaron que se hiciera de cinco o seis cabrones. Ellos van a ser tus subordinados. Ahora tú eres mi jefe de escoltas. Y para donde andaba el tío, andaban él y ellos. Le quitó a policías y soldados del camino, limpió las veredas de enemigos y eliminó espinas a las flores de ese jardín de polvo blanco y dólares. Ni la sangre llegaba a mosquear el edén del tío que también era de él. Traía troconas del año, con suspensión de miles y blindaje grueso. Las morras se le subían sin que él les cerrara el ojo y tenía mujeres para mañana, tarde y madrugada.
Un día les dijo tómense un descanso. Pero jefe, está cabrón ahorita. Nada, nada. Me voy a quedar solo. Voy al río, a probar las llantas en el lodazal y a cotorrear con unas plebes. Pero jefe. Cómo chingan. Váyanse a cotorrear. Se fue al río y arremangó con lodo y agua. Levantó polvareda y construyó nubes en las dunas. Rugió el motor y las llantas aguantaron la carrilla. En la tarde les dijo a las chavas, vámonos de antro. Una en las piernas y otra al lado, abrazándolo. Pisteaban tequila y cerveza. Los enemigos lo vieron. Viene solo, cuchichearon. Hicieron señas. Lo rodearon. Al tercer balazo les contestó con cinco. Tumbó a dos. Pero eran muchos. Las chavas brincaron. Otros clientes se tiraron al suelo. Unos encerrados en el baño, tras los sillones teiboleros o la barra, los meseros hechos bola en un rincón y los que habían permanecido en la pista quisieron tumbar la puerta a patadas. No pudieron.
Ya sumaba cinco balazos en el pecho, abdomen y en un brazo. Y les seguía contestando. Hijos de su pinche madre, aquí está su cocodrilo cabrones. Tras tras tras. Hasta que soltó el rifle y se quedó callado.
24 abril, 2017 por Javier Valdez
No le gustó la escuela así que huyó de ella y de la casa de sus padres. En la ciudad, andaba de vago y temerario, como buscando bronca por todos lados, piruetas en los cruceros, toreando carros y retando al sol. En una de esas pensó que no le iba a pasar nada. Se sintió invencible, más que nunca, y saltó sin fijarse al río de acero y ruedas de la avenida: un camión de pasajeros lo atropelló y los testigos dijeron que vieron cómo las ruedas le aplastaban la panza.
Pero él se levantó de ahí como si nada. Un tío supo y le dijo este güey tiene piel de cocodrilo. No le hacen nada las llantas. Por dentro se preguntó si tampoco le entraban las balas. Lo metió en su casa y le dio comida, lo apoyó y le dio dinero. Como andan en el negocio, en cuánto pudo le dio una pistola y le dijo eres bueno para los chingazos y muy entrón a la hora de las balas, a partir de hoy eres mi guarura.
Cuando agarró cierta experiencia en el manejo de armas y en las operaciones del tío, le encargaron que se hiciera de cinco o seis cabrones. Ellos van a ser tus subordinados. Ahora tú eres mi jefe de escoltas. Y para donde andaba el tío, andaban él y ellos. Le quitó a policías y soldados del camino, limpió las veredas de enemigos y eliminó espinas a las flores de ese jardín de polvo blanco y dólares. Ni la sangre llegaba a mosquear el edén del tío que también era de él. Traía troconas del año, con suspensión de miles y blindaje grueso. Las morras se le subían sin que él les cerrara el ojo y tenía mujeres para mañana, tarde y madrugada.
Un día les dijo tómense un descanso. Pero jefe, está cabrón ahorita. Nada, nada. Me voy a quedar solo. Voy al río, a probar las llantas en el lodazal y a cotorrear con unas plebes. Pero jefe. Cómo chingan. Váyanse a cotorrear. Se fue al río y arremangó con lodo y agua. Levantó polvareda y construyó nubes en las dunas. Rugió el motor y las llantas aguantaron la carrilla. En la tarde les dijo a las chavas, vámonos de antro. Una en las piernas y otra al lado, abrazándolo. Pisteaban tequila y cerveza. Los enemigos lo vieron. Viene solo, cuchichearon. Hicieron señas. Lo rodearon. Al tercer balazo les contestó con cinco. Tumbó a dos. Pero eran muchos. Las chavas brincaron. Otros clientes se tiraron al suelo. Unos encerrados en el baño, tras los sillones teiboleros o la barra, los meseros hechos bola en un rincón y los que habían permanecido en la pista quisieron tumbar la puerta a patadas. No pudieron.
Ya sumaba cinco balazos en el pecho, abdomen y en un brazo. Y les seguía contestando. Hijos de su pinche madre, aquí está su cocodrilo cabrones. Tras tras tras. Hasta que soltó el rifle y se quedó callado.
martes, 6 de junio de 2017
La lavadora
La lavadora
El hermano mayor siempre andaba cuidándolo. Un paso atrás, pegado. Más cerca que la sombra. Así tenía que pasársela porque el menor era travieso, alocado y ocurrente. Su adolescencia le dolía hasta los huesos y quizá por eso brincaba y saltaba, se iba de vago con los de la cuadra y se encaramaba en las trocas cuando se trataba de ir a dar la vuelta.
Un día se le desapareció. Él quería que su madre dejara de tronarse los dedos y las palmas de las manos de tanto que lavaba. En el lavadero y a los lados, montones de ropa propia y ajena. El mayor trabajaba pero no podía con tanto gasto. El menor solo medía las calles y las banquetas, los centímetros de las esquinas: apedreaba el sol, calmaba los fuegos con Pepsi, mitigaba el hambre con torcidos o algún gansito, y lanzaba palabras que enervaban el viento de la tarde.
Ese día le ofrecieron un cigarro de mota. Ten morro, pa que te alivianes. Los de la cuadra se desaparecían y él sabía dónde estaban cuando no se juntaban en la tienda de la esquina. Atizó el gallito y se puso loco. Era la primera vez que ese humo denso llegaba a sus pulmones y al cerebro. Le botó la cabeza y sintió el pecho de acero. Voló, porque no sentía sus pasos, hasta donde se escondían los del barrio y ahí le ofrecieron cerveza gratis y más yerba. El jefe se le acercó y le dijo ei morro, vamos a hacer un jale. Es viernes santo y hay que tumbar verdes. Te doy mil dólares por cada guacho que tumbes. Le atoras o no.
Regresó a su casa, todavía con las alas puestas. Le dijo a su mamá madrecita, ya te voy a comprar tu lavadora pa que te cures las manos, pa que no te duela más la espalda. La señora lo vio como quien mira un ángel y le dio la bendición. Regresó con la banda y le dio el sí al patrón. Vamos pues. Pensó que era como tumbar monitos de plomo en los juegos de la verbena y ganarse un oso grande de peluche. Vamos pues. Pero todo fue llegar y empezó la tracatera. Él iba delante, en el primer convoy. Pum pum pum. Fue de los primeros que cayó. En la confusión y la tracatera unos huyeron y otros, los menos, atinaron a seguir enfrentando a los militares.
Él quedó en el monte, tirado y boca arriba. Encima, un cuerno de chivo todavía humeante. Los verdes lo vieron y lo patearon. Le preguntaron cosas que no entendía. Sintió frío y vio la sangre que corría. Balbuceó cuando lo levantaron para llevarlo al hospital, entre maldiciones e interrogatorios, antes de quedarse tieso, antes de que el sol muera y los gritos lejanos que apenas escucha se apaguen, repetía una y otra vez, ya con los ojos cerrados o entreabiertos: no podré comprarte la lavadora, mamá.
1 mayo, 2017 por Javier Valdez
El hermano mayor siempre andaba cuidándolo. Un paso atrás, pegado. Más cerca que la sombra. Así tenía que pasársela porque el menor era travieso, alocado y ocurrente. Su adolescencia le dolía hasta los huesos y quizá por eso brincaba y saltaba, se iba de vago con los de la cuadra y se encaramaba en las trocas cuando se trataba de ir a dar la vuelta.
Un día se le desapareció. Él quería que su madre dejara de tronarse los dedos y las palmas de las manos de tanto que lavaba. En el lavadero y a los lados, montones de ropa propia y ajena. El mayor trabajaba pero no podía con tanto gasto. El menor solo medía las calles y las banquetas, los centímetros de las esquinas: apedreaba el sol, calmaba los fuegos con Pepsi, mitigaba el hambre con torcidos o algún gansito, y lanzaba palabras que enervaban el viento de la tarde.
Ese día le ofrecieron un cigarro de mota. Ten morro, pa que te alivianes. Los de la cuadra se desaparecían y él sabía dónde estaban cuando no se juntaban en la tienda de la esquina. Atizó el gallito y se puso loco. Era la primera vez que ese humo denso llegaba a sus pulmones y al cerebro. Le botó la cabeza y sintió el pecho de acero. Voló, porque no sentía sus pasos, hasta donde se escondían los del barrio y ahí le ofrecieron cerveza gratis y más yerba. El jefe se le acercó y le dijo ei morro, vamos a hacer un jale. Es viernes santo y hay que tumbar verdes. Te doy mil dólares por cada guacho que tumbes. Le atoras o no.
Regresó a su casa, todavía con las alas puestas. Le dijo a su mamá madrecita, ya te voy a comprar tu lavadora pa que te cures las manos, pa que no te duela más la espalda. La señora lo vio como quien mira un ángel y le dio la bendición. Regresó con la banda y le dio el sí al patrón. Vamos pues. Pensó que era como tumbar monitos de plomo en los juegos de la verbena y ganarse un oso grande de peluche. Vamos pues. Pero todo fue llegar y empezó la tracatera. Él iba delante, en el primer convoy. Pum pum pum. Fue de los primeros que cayó. En la confusión y la tracatera unos huyeron y otros, los menos, atinaron a seguir enfrentando a los militares.
Él quedó en el monte, tirado y boca arriba. Encima, un cuerno de chivo todavía humeante. Los verdes lo vieron y lo patearon. Le preguntaron cosas que no entendía. Sintió frío y vio la sangre que corría. Balbuceó cuando lo levantaron para llevarlo al hospital, entre maldiciones e interrogatorios, antes de quedarse tieso, antes de que el sol muera y los gritos lejanos que apenas escucha se apaguen, repetía una y otra vez, ya con los ojos cerrados o entreabiertos: no podré comprarte la lavadora, mamá.
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